Inglaterra, año 1840. Un escocés de 27 años, serio, algo retraído y recién graduado como médico, es aceptado por la Sociedad Misionera de Londres para ocupar plaza en Kuruman, la más remota de las misiones británicas en Bechuanalandia, en el sur de África. Tal es la baza que juega el azar para catapultar al joven doctor hacia un destino que le está reservado: ser el más grande de los exploradores africanos de todos los tiempos. Su nombre: David Livingstone.
El 19 de marzo de 2013, al cumplirse el bicentenario del nacimiento del célebre galeno, misionero y explorador escocés, le rendimos homenaje desde aquí recordando diez de los hitos geográficos más destacados que jalonaron su larga y fructífera peripecia africana.
Kalahari. Livingstone llegó a Kuruman a mediados de 1841. La aldea, asiento de 350 nativos y de unos pocos misioneros con sus familias, se alzaba en la margen meridional del África central, vasto territorio virtualmente desconocido por los europeos, que se extendía miles de kilómetros, por el norte, hasta el Sáhara. Pero el joven médico no logró congeniar con Robert Moffat, su superior, escocés como él -y con cuya hija, Mary, acabaría, no obstante, casándose-. Decepcionado, escribió a su familiares: “Nunca construiré sobre los cimientos que haya puesto otra persona; predicaré el Evangelio sin basarme en los lineamientos de ningún otro hombre”.
A principios de 1843, Livingstone se estableció en Mabotsa, 320 kilómetros al noreste de Kuruman, al borde del desierto de Kalahari. Difícilmente hubiera imaginado una comarca más inhóspita para fundar una nueva misión: una llanura colonizada por zarzales y tan calurosa que “hasta las moscas buscan aquí la sombra”. Pero lo cierto es que se sentía feliz mientras se abría paso entre los espinosos matorrales a 38º de temperatura, escrutando rocas y termiteros. “Experimento un gran placer animal al viajar por un país salvaje e inexplorado”, anotó en su diario el 26 de marzo de 1866, al inicio de la que sería su última y prolongada odisea africana.
En el fondo, aunque nunca llegó a reconocerlo abiertamente, Livingstone era mucho más explorador que misionero. Y fue en el desierto de Kalahari –930.000 km² de yermas soledades repartidas hoy entre Botsuana, Namibia y Sudáfrica-, que él sería el primer hombre blanco en atravesar 27 años antes de la citada anotación, donde nació su vocación exploradora.
El río Zambeze
Livingstone y Mary Moffat contrajeron matrimonio en enero de 1845. Juntos emprendieron después la tarea de fundar nuevas misiones al norte de Mabotsa, las cuales, desde el punto de vista de las conversiones, acabaron en rotundos fracasos. Para entonces, el futuro vencedor del Kalahari había acumulado suficiente experiencia de las gentes africanas para convencerse de que nunca aceptarían una religión extranjera, a menos que se cortaran de raíz sus tradiciones y su tribalismo.
Pero ¿cómo conseguirlo? Pues ni más ni menos que con una saludable inyección de comercio inglés; sólo así –pensaba- podría alterarse de base la economía de subsistencia del continente negro, sostenida, en parte muy considerable, sobre la infame trata de esclavos. Previamente era necesario encontrar una ruta de penetración hacia el interior, una vía fluvial navegable desde el Índico o desde el Atlántico por donde el cristianismo, de la mano de las mercancías del imperio británico, pudiera fluir, arraigar y florecer.
En 1851, tras marchar 1.100 kilómetros por una región del Kalahari tan seca (la palabra Kgalagadi –Kalahari, en tswano- significa “gran sed”) que tuvo que beber el agua de los hoyos abiertos por los animales, llenos de excrementos, Livingstone alcanzó la vasta región pantanosa de la tribu makololo. Y el 3 de agosto, no muy lejos de la aldea de Linyanti –en la actual Reserva de Vida Salvaje de la zona norte del delta del Okavango, en Botsuana-, divisó por vez primera el Zambeze. Mientras contemplaba su corriente avanzando mansamente hacia el Este hasta perderse en la distante neblina, se puso a llorar de alegría. Intuía que por fin había descubierto la “ruta de Dios”, la vía fluvial, ancha y caudalosa, por la que los misioneros llevarían el Evangelio para redimir a los nativos de su oscuro paganismo.
Cataratas Victoria
Lamentablemente para él, su intuición le engañaba, aunque iba a tardar en comprobarlo. Para ser exactos dos años, tres meses y catorce días, el tiempo que invirtió en explorar el Zambeze en ambos sentidos, primero hacia occidente y luego al contrario, desde el día en que lo descubrió hasta el 17 de noviembre de 1855, cuando avistó el Mosi-oa-Tunya, el humo que truena, como denominaban los makololo a aquellas prodigiosas columnas de vapor que se elevaban sobre el río y a las que jamás se habían atrevido a acercarse.
Livingstone, como cabía suponer, decidió ponerle a las cataratas el nombre de la Reina Victoria. “La caída de agua, blanca como la nieve”, escribiría posteriormente, “parecía estar formada por miríadas de cometas diminutos que se precipitaban en una dirección y cada uno de los cuales dejaba detrás de sí su núcleo de rayos de espuma […] Un panorama tan maravilloso debe haber sido contemplado por los ángeles en vuelo”. Sin embargo, la innegable emoción estética que late en su descripción no podía sino verse empañada por una alarma tejida con los mimbres del desencanto, toda vez que aquel abismo acuático de 90 metros de altura y 1.600 de anchura representaba un obstáculo insalvable para la navegación. ¿Acaso el principio del fin de la “ruta de Dios”?
Situadas en la frontera de Zambia y Zimbabue, las cataratas Victoria, incluidas por la Unesco en la lista del Patrimonio Mundial desde 1989, constituyen hoy una de las mayores atracciones turísticas del África austral. Entre septiembre y diciembre, cuando el caudal está en su nivel más bajo, los más osados nadan en la Piscina del Diablo, un remanso al borde mismo del desplome de las aguas, al que se accede a través de la isla Livingstone.
El lago Bangweolo
Durante los siete años finales de su vida Livingstone erró por el África profunda e ignota, obsesionado con la búsqueda del nacimiento del Nilo. A finales de marzo de 1866, como cónsul honorario de Su Majestad en África Interior, desembarcó en la aldea de Mikindani, junto al estuario del río Rovuma, que actualmente sirve de frontera natural entre Tanzania y Mozambique. Su propósito era remontarlo y hallar el lago Bangweolo, del que los traficantes árabes afirmaban que era el origen de una corriente que desaguaba en dirección norte. Tras ganar la orilla occidental del Nyasa, continuó hacia el noroeste, penetró en un territorio hasta entonces desconocido para los europeos y alcanzó su meta el 18 de julio de 1868. Que el Bangweolo resultara ser una ciénaga de aguas someras corrompidas e infestadas de sanguijuelas no le quebró el ánimo ni la décima parte que el permanente espectáculo de los horrores causados por los negreros a lo largo del camino. “La más extraña enfermedad que he presenciado en este país parece ser realmente la angustia, el dolor moral extremo, y ataca a hombres que eran libres y han sido capturados y reducidos a la esclavitud”, se lee en su libro El último diario. Situado en la cuenca del Alto Congo, en Zambia, el sistema del Bangweolo presenta una superficie acuática permanente de 3.000 km², la cual se expande a 15.000 en mayo, cuando las lluvias estacionales colman sus pantanos y llanuras aluviales de inundación. Con una profundidad media de sólo 4 metros, constituye uno de los mayores humedales del mundo, crucial para sostener la biodiversidad –especialmente la avifauna- y la economía de la zona norte del país. Samfya, en la costa suroccidental, es su mayor ciudad y su principal foco turístico.
El lago Tanganica
A Livingstone le quedaba poco más de un año de vida. Volvió al Lualaba para averiguar dónde desaguaba, pero sus fuerzas le abandonaban. A sus 60 años, enfermo y agotado, comprendió que no habría de ultimar aquella investigación. Murió la noche del 1 de mayo de 1873 en la orilla sur del lago Bangweolo –descubierto por él mismo en 1868-, sin saber que el Lualaba era el Alto Congo. Antes de transportar su cuerpo a Zanzíbar, Susi y Chuma, sus fieles sirvientes, extrajeron su corazón y lo enterraron al pie de un árbol en el lugar donde falleció.
El lago Tanganika, rodeado de montañas, ocupa un área de 32.900 km² sobre el gran valle del Rift, a caballo entre cuatro países:Tanzania (que acapara el 41% de su superficie), Zambia, la República Democrática del Congo y Burundi. Es el segundo más grande del mundo en volumen, también el segundo más profundo (tras el Baikal, en Siberia) e igualmente el segundo de África por su tamaño (sólo inferior al del Victoria).
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